Mi piel

Supe, hace ya una eternidad, lo que era perder en un instante todo lo que amas en la vida: la risa, el baile, los besos apasionados, el deporte o los paseos de tienda en tienda para encontrar aquel vestido que hiciera temblar de deseo a los chicos. Acababa de comenzar el curso. Yo había soñado con llegar allí desde que descubrí que los pinceles parecían formar parte de mis manos. A mis padres y a mis tíos les encantaba lo que dibujaba en cuanto papel caía en mi poder. En clase, no dejaba escapar ni una palabra de lo que oía a mis profesores porque estaba convencida de que todo lo que aprendiera se incorporaría automáticamente a mis manos y me permitiría alcanzar creaciones que nunca antes habría imaginado.

Al fin me dejaron volver a casa y, desde entonces, no hago otra cosa que viajar de país en país. Tan pronto estoy con una tribu en Tanzania o Etiopía, compartiendo sus pobres chozas y su amplia sonrisa, como estoy en medio de la marabunta que se mueve por Nueva York o París como si de un solo cuerpo se tratara. Si lo que quiero es volver a sumergirme en lo que más me gusta, el arte ―ya habréis imaginado que lo que empecé a cursar fue Bellas Artes―, me muevo por las ciudades de nuestro país, aunque mi preferida sea Granada, viajo a Roma o visito las pirámides de Egipto, tan magnéticas como opacas y misteriosas. Mi madre viaja siempre conmigo; de hecho, es mi guía particular. Papá solo nos puede acompañar en contadas ocasiones porque tiene mucho trabajo atrasado por el año dedicado exclusivamente a estar a mi lado como una roca, sosteniéndome. Él no es muy hábil con las palabras, pero su mano, a la que yo veía tomar la mía con fuerza, con desesperación y rabia, es la que me ha permitido soportar mis dos muertes. Ambos me sostuvieron en ese tiempo en el que me sentí perdida, sin saber cómo enfrentar que, de repente, me vi apartada de mis amigos, del curso recién iniciado y, sobre todo, del que creía el amor de mi vida. Este apenas estuvo conmigo un mes acompañándome en mi dolorosa travesía del desierto, del más árido y desconsiderado de los desiertos, el que te roba el sentido más extenso de tu cuerpo y te hace sentir que perteneces a manos ajenas que te tocan sin parar. Cuando desapareció, yo ya no quería despertar ni ver la luz porque en mi alma solo existía la oscuridad más impenetrable. Lloré durante días, me negué a comer, me sumí en el mutismo, y entonces, además de las manos que me tocaban, había voces que nombraban lo que yo me negaba a expresar, que trataban de convencerme de lo maravillosa que es la vida a pesar de las putadas que puede llegar a hacernos. Eso de las putadas lo solía decir el psicólogo que acudía a verme casi todos los días. La crudeza con que me hablaba de lo que había destrozado mi vida le legitimaba a enfrentarme al dolor y animarme a luchar por seguir adelante y encontrar la forma de recrear mi vida. No lo decía, pero a mí solo me quedaba renacer, porque, de alguna manera, yo había muerto. Aunque me cueste admitirlo, la verdadera muerte había sido la segunda, cuando, al llegar el fin de semana, Nacho no apareció ni me llamó ―bueno, no llamó a mi madre, que era mi secretaria, mi enfermera, mis manos―, no lo hizo al día siguiente ni al siguiente ni ningún otro después. Hasta mi padre rebuscó con urgencia palabras tiernas pero lo suficientemente firmes para convencerme de que retornara con ellos, de que les volviera a hablar, a sonreír como había hecho antes en medio de mi angustia ―solo por no angustiarles más a ellos.

Cedí por su amor, porque no se merecían sufrir más de lo que estaban sufriendo. Y me alegro porque, gracias a que decidí volver a vivir, ahora, como os estaba contando, viajo por todos esos lugares del mundo en los que, por desgracia, no faltan el hambre, las enfermedades, la opresión y la injusticia.

En medio del último de esos viajes he visto un accidente terrible: un coche a toda velocidad atropellaba a una chica de mi edad. Me he puesto a gritar y gritar sin que mis padres pudieran apaciguar mi angustia, mi congoja más profunda. Han llorado y han gritado conmigo, han compartido mi zozobra, me han abrazado y besado sin parar. El accidente que estaba viendo era un vídeo de YouTube cuyo enlace me había enviado por correo una compañera de clase. Le pedí a mi madre que lo clicara. Mis padres no pudieron reaccionar a tiempo: la chica que volaba por los aires impulsada por el golpe brutal del coche era yo. A pesar de mi empeño en recordarlo durante mi estancia en el hospital de parapléjicos de Toledo, no lo había logrado. El ordenador, gracias al cual yo viajaba por el mundo a través de Google Earth, se estrelló contra el suelo porque mi madre se había olvidado de sostenerlo para abrazarme, al tiempo que repetía sin parar «lo siento, hija, lo siento». No pudieron evitar que mi corazón oprimido amenazara con pararse: ese coche me había matado sin concederme la gracia de cerrarme los ojos para siempre. Y, ahora, cuando había logrado dar una tregua a mi pena por el cuerpo perdido, a mi desazón por no poder sentir las manos de un chico ni las de mis padres cuando me acariciaban, ese maldito vídeo venía a golpearme de nuevo y hacerme revivir lo que mi perspicaz mente había procurado ocultarme para no convertir mis noches de pesadillas en un paisaje aún más agrio. En ellas, yo era espectadora, y paciente a la vez, de cómo alguien sin rostro me desollaba desde el cuello a los pies y me dejaba en carne viva, sin el mayor de los sentidos, mi piel.

Emiliano de la Cruz García

 
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