Repetir para no cambiar nada

Se suele constatar a través de las demandas de tratamiento psicológico para niños o adolescentes, también en las realizadas por parejas, lo que todos solemos hacer en nuestras familias: pretender realizar un cambio en una conducta que nos parece inadecuada en el otro a base de repetir siempre lo mismo. Si el niño se hace caca, miente o no hace las tareas, se le repite sin cesar las mismas consignas, las mismas amenazas de castigo o promesas de premio; si es un adolescente que no se ducha, no ordena o no estudia, se recurre igual a la repetición incesante de reproches, propuesta de modelos, castigos o premios; si es una pareja, se puede eternizar la queja o el reproche por lo que no hace, por si se le espera, o porque no habla, o porque no es suficientemente cariñoso o cariñosa.

Me recordaba una paciente una frase de Einstein en la que decía que no se pueden esperar resultados diferentes del mismo proceso por mucho que se repita (su frase es “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”). Eso es lo que yo suelo señalar a los padres como primera aproximación a los problemas que tienen con sus hijos: si llevan meses o años insistiendo en el mismo método y no funciona, es evidente que hay que cambiar el método. En esa línea, el recurso permanente al premio y al castigo anula el efecto buscado. Si se quiere que un premio o un castigo sea efectivo, ha de ser puntual, porque, aunque aparentemente resulte eficaz, se convierte en una dependencia permanente del niño de algo externo a él mismo: ese premio o castigo que los padres aplican. (Eso sin entrar en las frecuentes contradicciones entre los padres a la hora de aplicar el método).

¿Y mientras tanto qué? Mientras tanto, se trata de ayudar al niño o adolescente a constituir dentro de su psiquismo las guías fundamentales de sus conductas. Es decir, que si se reducen en el entorno familiar las normas a dos o tres fundamentales, además de no saturar al sujeto con nuestras insistencias, o, como suele ocurrir, hacerle inmune a nuestras repeticiones, cuando el niño pueda interiorizar, asumir, hacer propias esas normas fundamentales, desde ahí, podrá deducir con facilidad todas las demás. En la experiencia de casi todos se puede ver que a ninguno nos han tenido que decir que no se mata o que no se roba para que conozcamos esas leyes. El simple advenimiento al nacer a la cultura, al lenguaje, nos permite adquirir la matriz de las leyes a través de las propias leyes de la combinatoria que da lugar a nuestra lengua. A partir de ahí, las indicaciones de los padres sobre lo que nos puede hacer mal o poner en peligro, o acerca de lo que no les gusta que hagamos, basta para que cualquier ser humano deduzca y conozca el conjunto de las leyes. De ahí que el sentimiento de culpa, de haber hecho algo malo o deseado algo prohibido, sea tan precoz en los niños.

Ese sentimiento de culpa, de deuda, de falta, que alude al establecimiento de la ley en nuestro psiquismo, se instaura en todo sujeto, esté educado en un ámbito religioso o no: la relación con la ley es muy anterior a la existencia de las religiones. La moral, en el sentido de instauración de la ley, es independiente del sentido religioso, no tiene que ver con las creencias religiosas ni con los mandamientos de cada religión. La moral tiene que ver con la estructuración que en nuestro psiquismo produce la necesidad de hacer renuncias pulsionales para poder convivir con los demás. Esas renuncias fueron cobrando fuerza y ordenando el funcionamiento mental en la medida que se interiorizaban y se respondía a ellas sin necesidad de la coerción exterior ―seguramente al inicio la coerción la realizaba el grupo de un modo expreso y poco a poco acabó formando parte del orden simbólico, cultural, al que el hombre ingresaba nada más nacer, facilitando la instauración en el propio psiquismo y, por tanto, su funcionamiento automático―. Quiero decir que el recién nacido venía a un mundo donde los que le antecedían ya actuaban conforme a unas leyes de convivencia o donde se imponían prohibiciones que dieron lugar a las dos leyes fundamentales del incesto y del asesinato, que fueron el germen del resto de las leyes que el ser humano se ha impuesto para regular su convivencia, para poder reconocerse en el otro como en un espejo. Nacer a un mundo regulado por leyes ayuda a no tener que ser objeto de insistencias sin fin para formar parte de esa estructura ordenada por leyes que es la de la existencia humana.

Cuando repetimos sin parar es como si olvidáramos que el otro es un sujeto que conoce perfectamente las normas y, si no las cumple, es por diferentes motivos que hay que ayudarle a descubrir, y que no lo vamos a lograr con nuestra reiteración.

Emiliano d ela Cruz García

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