Los monos aplauden
Los monos aplauden. Viendo la evolución del ser humano, los monos aplauden. Ellos también han visto la película “El planeta de los simios” y esperan ansiosos a que el enorme amor de los hombres a su propia especie acabe de una vez con cualquier vestigio del llamado homo sapiens sapiens. Aplauden admirados de nuestro ingenio y esperanzados en que los inventos de destrucción masiva sean definitivamente eficaces. Esperan nuestra muerte como nosotros nos regocijamos en la de nuestros amos: tienen mucho, pueden mucho, pero al final, como los demás, quedarán reducidos a polvo y nos serán eternamente iguales, como escribiera Blas de Otero:
“…la muerte siempre presente nos acompaña
en nuestras cosas más cotidianas
y al fin nos hace a todos igual”.
Los monos de los zoos también aplauden y ríen porque no están seguros de quiénes están tras los barrotes, si ellos o los seres humanos. Porque los que nos creemos libres nos olvidamos de ver, oír y hablar, siendo ciegos ante el mal, sordos antes los gritos de auxilio y mudos para denunciar las injusticias.
Todas las especies de simios rezan, sin saberlo, a un dios en el que esperan no tener que creer nunca para que su evolución no sea semejante a la del ser humano. Si acaso aspiran a alcanzar su capacidad de disfrute, tanta, pero tan mal aprovechada, pero no su capacidad de hacer daño a otros y hacérselo a sí mismos.
Los monos nos aplauden a nosotros, dinosaurios modernos, orgullosos de nuestro poder, sin saber que somos tan frágiles como lo fueron aquellos, y por eso nuestros cercanos parientes saben que han de limitarse a esperar su oportunidad, a que llegue su tiempo. Han de reconocer que nuestra especie crece muy deprisa y que, cuando sentimos que somos demasiados, sabemos regularnos eficazmente, bien sea a palos, a tiros o a bombazos, o subiendo los precios de los productos básicos de tal manera que millones de semejantes mueran de hambre sin importarnos lo que, de paso, de la Naturaleza nos llevamos por delante. Tal es así que ya no saben dónde guardarse para sobrevivir el tiempo suficiente para ver alcanzada su oportunidad de sustituirnos como especie.
Pero, ¿y qué nos importa a los que, ahora o dentro de bien poco, nos espera la muerte? Al fin y al cabo, eso, el fin de la especie, acaecerá en tiempos de nuestra lejana descendencia, esa que no nos puede importar gran cosa, cuando apenas si logramos que nos importe la que nos sucederá inmediatamente. No es que no haya muchas personas a las que les preocupe lo que ha de pagar el hombre por ser libre o que no estén dispuestas a sacrificarse por dejar en herencia un mundo con futuro. Por supuesto que hay hombres de buena fe, personas que se ocupan de favorecer a otros o buscar remedios para sus males, pero el problema es que no son esos los que rigen nuestro destino, sino aquellos a los que no puede suponerse ninguna buena fe.
Como si fueran de otra especie, los políticos y los especuladores, a la sombra del árbol del poder y el dinero, aplauden también disfrutando de nuestros devaneos con la ignorancia y el mal que nos rodean, con el “a mí no me va a pasar” (fórmula milagrosa contra la ansiedad), seguros de que ellos serán los que siempre nos sobrevivan, ocurra lo que ocurra en el mundo. E incluso, que, dando rienda suelta a la imaginación, si hemos de huir a otro planeta, ellos serán los que ocupen las únicas plazas disponibles.
Emiliano de la Cruz García