EN DEFENSA DE LA LIBERTAD

Desde bien pequeño, Manuel mostró una indomable capacidad de rebelión frente a lo que él sentía como una injusticia o una merma de su capricho, lo que se traducía en unos berrinches monumentales, insufribles, ante los que el padre a punto estaba de estrangularlo, si no fuera porque lo salvaba la ágil y celosa intervención de la progenitora. Ese papel de protectora le hacía sentir un legítimo orgullo, pues se fundamentaba en su capacidad de penetración, en su perspicacia para reconocer en su hijo un potencial que nadie más percibía.

¡Cuánta razón tenía su madre acerca de lo que podía esperar de ese hijo! Al llegar a la adolescencia, su fortaleza mental se alió con un afán de libertad que anteponía a cualquier circunstancia que no se aviniera con la idea que sobre ella se había construido. Nuestro Manuel se empleó con maña y constancia en la labor suprema de aplastar o maltratar a todo aquel que podía ensuciar todo lo que rodeaba ese sublime ideal de libertad, del que se sentía el mejor adalid: al que dirigía su deseo fuera de lo que él consideraba normal, al que veía débil por no saber mostrar la hombría o ser todo lo mujer que él esperaba que fuese, al que tenía un color de piel que no coincidía con el que le devolvía el espejo ―pues los espejos no reflejan la faz del alma― o al que, procedente de otro país, arrebata con su honrado trabajo el sustento a sus amados compatriotas (exclúyase de este amor a los nombrados en este mismo párrafo). Él tenía grabada a fuego la lección que su madre le había transmitido cada vez que se interponía entre su padre y él: siempre hay un escudo frente a la posibilidad de que alguien trate de frenarte a tortas o de cualquier otra manera, que ahora consistía en compartir con otros amantes de la libertad la idea de patria, de honor, de supremacía, y condimentar todos esos elevados ideales con el orgullo de defender a Dios contra cualquier ofensa o agresión, pues el pobre, como él, tampoco era capaz de defenderse por sí mismo.

Ya más mayor, en el ejercicio de la coherencia que presidía su vida, se adscribió a grupos sociales y políticos que proclamaban el orgullo de defender la libertad contra cualquier limitación, agresión o imposición, al tiempo que se la negaban a cuantos el propio Manuel ya había reconocido en su adolescencia como indignos de disfrutar de ese don: esos tonos de piel inquietantes, siniestros, ofensa primordial a su blancura, a su pureza; ese timbre de voz discordante, ofensivo, chirriante, intolerable e indigno de nombrar en español esa palabra suprema, libertad; esos que se atrevían a proclamar el derecho de elegir a quién desear, fuera hombre o mujer; o los que proclamaban ―estos eran los peores― la igualdad ante la Justicia y en el acceso a los derechos de todos los que habitaran en nuestro país. ¿Quiénes sino los fuertes como él podían gozar del privilegio de decidir quién merecía y quién no ser incorporado al grupo de los elegidos, de los fieles a Dios y a la Patria, de los que sabían anteponer la libertad a cualquier otra razón, sobre todo si esa razón cuestionaba la suya?

Tras luchar heroicamente por mantenerse libre ante la agresión sin precedentes a la libertad, en nombre de inventadas pandemias o de despreciables virus que, en cualquier caso, solo mataban a los débiles, cometida por autoridades que pretendían apoderarse de nuestras voluntades y someternos a una esclavitud sin retorno, se vio ante el momento largamente esperado que haría resplandecer a su país en lo que a él le emocionaba mucho más que cualquier otra labor humana: el seguro triunfo de los héroes españoles del deporte ―la mayoría desconocidos para él― en las Olimpiadas, a pesar de que esos japoneses de ojos raros y color indefinido no dejaban ir a los buenos españoles a seguir a sus héroes y ser testigos de sus merecidos éxitos. Su cercanía a los libérrimos le había enseñado a hacer un uso inteligente de Twitter y otras redes sociales, lugares ideales para lanzar mandobles a diestro y siniestro, al tiempo que escudos perfectos para asegurarse de que nunca nadie le rompería los dientes. Las olimpiadas le permitieron ensañarse con aquellos hombres y mujeres que, con una preparación que exigía un esfuerzo y constancias sin igual ―la que a Manuel nunca le parecía suficiente― no conseguían los éxitos que un español que se preciara de tal debería alcanzar por encima de los deportistas nacidos en países preñados de ateísmo o de fe en falsos dioses. Esos españoles no merecían representar la insignia nacional. Pero, ¡oh Dios clementísimo!, denigró con la misma o mayor intensidad a los españoles que lograban éxitos, pero que no contaban con esa piel dulce y blanquita, emblema primigenio de la libertad. A estos los maltrataba de una manera aún más vil en esa red, Twitter, que favorece el encuentro entre los pueblos, donde el amor por la justicia no tiene fin, única garante de la solidaridad y, sobre todo, la que le permitía ejercer la libertad y demostrar su independencia de criterio sin que nadie pudiera alcanzarlo y dejarle la cara como el mapa de su querida España (no confundir con la de Cecilia). Manuel usaba esa red ―¡ya hubieran querido tenerla a su disposición los que, como él, censuraron libros y vigilaron al vecino para que no fueran contumaces herejes!―, convertida en la parte más monstruosa de un superyó supranacional, agente del control más obsceno que ha existido en la historia de cuanta opinión o idea se exprese y ante el que nadie puede resistirse, para fortalecer su poder y su independencia. Todos los que compartían su amor a la libertad entendieron que podían hacer oír con fuerza su voz porque ellos eran la encarnación de un superyó aún más feroz… ¡y que tiemblen quienes traten de desvirtuar esa santa voz!

Emiliano de la Cruz García

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