El amor y la conciencia

Si hay algo donde la conciencia muestra su impotencia es en el ámbito del amor, en ese respecto al cual John Nash dijo: “Sólo en las misteriosas ecuaciones del amor puede encontrarse alguna lógica”. Uno no puede querer a quien no quiere, aunque quiera querer quererlo. Ni se puede dejar de querer, por pura voluntad, a alguien a quien se quiere. Los mecanismos inconscientes que entran en juego para determinar ese sentimiento son totalmente ajenos a nuestra conciencia, a nuestra forma de movernos en la vida cotidiana, guiada supuestamente por nuestra exclusiva voluntad. Esto es importante tenerlo en cuenta a la hora de abordar problemas en las relaciones amorosas, empezando por las relaciones con nuestros padres. A veces hay padres que hacen daño, incluso declaran su desamor a sus hijos (no es algo ficticio; es algo que he escuchado en consulta), de una forma brutal, pero el hijo los quiere y, además, quiere que ese padre o madre lo quieran. Ese vacío que está siempre bajo sus pies, por la falta de amor paterno o materno, lo acompaña siempre en ese anhelo de amor y lo hará susceptible de sufrir muchos daños que provienen de las figuras relevantes para él. A la hora de intervenir en los afectos, en una relación terapéutica, no se puede tratar de resolver lo imposible, no se puede pedir a la persona que deje de querer a su padre o a su madre, por más daño que le hayan hecho, o hagan, ni se le puede exigir que deje de anhelar ser querido. Lo que sí que se puede hacer es trabajar lo único que es coyuntural: el daño procedente de la otra persona, que se puede ayudar a evitar, introduciendo un corte simbólico en esa relación, de tal manera que, salvaguardando el amor, impida que llegue el daño procedente del otro.

Ese modo de funcionamiento en las relaciones podía ser trasladable, de una forma incluso exagerada, a las relaciones de pareja en las que interviene el maltrato. O también puede ser llevada al mundo de la psicopatía, cuando se dice que el psicópata es incapaz de establecer ningún vínculo afectivo, ni ser afectado por ninguna emoción que proceda del otro, eso que llaman “no tener empatía”. Pero no se puede ignorar, sin faltar a parte de la verdad de lo que mueve a esos sujetos, que muchos de ellos sufrieron barbaridades en sus vidas y que si el daño fue tan significativo en ellos es porque también ellos pudieron querer a quienes los golpeaban, a quienes los maltrataban, a quienes abusaban de ellos, y anhelar aun así ser queridos. Que el camino elegido para responder a esta situación, apartándose del amor y de sus lazos invisibles, haya sido el camino de hacer daño a otros, de rechazar cualquier emoción, cualquier afecto, puede explicar un poco ese comportamiento que a todos nos horroriza. Sería interesante estudiar si no es esa versión del amor, no exenta de horror, lo que aleja al sujeto de la relación con la ley, ese límite creado en nuestra mente que nos impide cometer los horrores que ellos cometen.

Quizás haya que pensar que el amor no tiene sólo una dimensión maravillosa, mágica, deseable, sino que también tiene una faz emparentada con el horror, con la alienación, con el sometimiento, con el llegar a preferir antes los golpes que el desamor. Es verdad que, seguramente, esa faceta del amor esté mucho más presente allí donde el amor no tiene un camino de ida y vuelta, es decir, donde una de las dos personas tiene claramente alterada o mutilada su capacidad de amor, con lo que no evita dañar a aquél que sí la tiene y lo quiere. Es más, en un contexto de amor, el daño que se recibe del otro es más fácil de relativizar o no llega a cobrar una importancia significativa, porque el contexto que rodea a la relación, el colchón sobre el que se apoya, está claramente impregnado de amor. Incluso las exigencias que se reciben del otro son asumidas de una forma muy diferente cuando percibimos claramente en él la presencia de amor hacia nosotros, que si parten de un otro en el que no se percibe ese movimiento afectivo hacia nosotros.

Muchas veces hay que ponerse en guardia ante lo que se esconde tras el término amor: en nombre de algún amor a dios, a la patria o a cualquier otra idea se llegan a cometer las mayores tropelías; y a esas personas no se las podría nunca convencer de no estar movidos por el amor. Ir entonces a separar, como Moisés las aguas, el amor verdadero del falso es una misión sólo atribuible a algún otro dios y que nadie podría pretender poder realizarlo, salvo que se sea Erich Fromm o el autor de “El amante del volcán” ―o algo por el estilo.

Quizás haya que escuchar a un sabio loco o loco sabio como Nash para entender el amor. Eso es lo que hizo Gelman en su discurso al recibir el Cervantes, al elevar el amor del Quijote, o de Alonso Quijano, al lugar de la máxima dignidad. Un amor imposible, pero que emparentó con el modo en que J. Lacan trata de dar su lugar al amor, definiéndolo como “dar lo que no se tiene” (dar lo que se tiene no tiene nada que ver con el amor: si acaso se emparentaría con la generosidad), es decir, lejos de la pretensión de relacionar el amor con bienes que se puedan poseer y dar, o con ideales que pretendan llenar todo, lo vinculan con lo que se ama realmente en el otro: lo que le falta, su deseo, esa misma falta que genera nuestro amor y nos libra de la angustia y de la dimensión del horror.

Quizás sea porque el amor no depende de esa conciencia que da sostén a ese narcisismo constante del yo, por lo que tiene esa fuerza tan difícil de explicar; lo malo es que la tiene tanto es su versión del cuidado del otro como en su versión de dar soporte al horror con que lo daña o denigra. Es verdad que podemos ver claramente la relación de este último con el goce que esclaviza, congela porque se escapa a la ley, y el primero se apoyaría fundamentalmente en un deseo que, apoyándose en la ley, nos desliga del sometimiento al Otro.

Emiliano de la Cruz García

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