Adolescencia: tras el ser que no se deja atrapar

La adolescencia, más que un tiempo de cambios, es un tiempo de mutaciones: cuando el adolescente cree haber encontrado una identidad en la que sentirse seguro, esta se desempereza y lo sacude y lo envía a la conquista de una nueva que, muchas veces, no tiene nada que ver con la anterior.

Desde los primeros descubrimientos de las pasiones del cuerpo, desde el primer impulso a no ceder a las órdenes de los padres, desde la creciente sensación de ser pequeño, lleno de defectos, o desde la tentación de salvar al mundo o, en su defecto, destruirlo, el adolescente viaja en un bote que se desplaza por los rápidos de algún río impracticable. Apenas es el mayor enamorado del mundo y la vida está llena de luz y color, ya está desembocando en el más oscuro de los pozos donde la vida no tiene ningún sabor. O se aferra a la primera propuesta de lucha por la justicia o se deja seducir por la oferta de juego o drogas que lo tendrá alejado de los vaivenes del deseo y del ser que teme o empieza a temer.

Las interpretaciones de los padres son a veces catastróficas, sin pararse a reflexionar por qué su hijo tiene necesidad de tantear todas esas posiciones, todas ellas necesarias en un momento de su vida en que necesita sentir seguridad frente a los adultos y frente a los iguales, de probar una forma de relación que no le haga tambalearse cada vez que se enfrenta a alguien. Así, podrá ser el sujeto tímido y reservado o el atrevido, altivo y chulo; el que busca la aceptación de los demás o el que la desprecia; el que recurre al humor negro para decirle al otro que lo necesita pero que no quiere depender de él (por ejemplo la hija de una paciente le dice: “Mamá, que ya tienes edad para hacer testamento”) o el que no puede ni decir palabra.

En esa terrible evanescencia del ser, el adolescente, y no solo él, necesita aferrarse a signos, modas o tatuajes que le hagan sentir la sensación de pertenecer a un grupo desde el que es más fácil ser alguien por identificación a los rasgos distintivos o propuestas del mismo.

Es también un tiempo donde los goces alcanzan las más altas cumbres y los miedos se agigantan sin parar. Una reacción común de esa etapa es intentar controlar en los demás lo que se teme se descontrole en uno mismo (deseos, violencia,…). Esa forma de control tiene rasgos que aparecen en el grave trastorno de la paranoia. Por eso en algunos estudios sobre la adolescencia se habla de posición paranoide.

No es extraño que los desafíos, las reivindicaciones, las muestras de afecto de forma rígida o huraña se desplieguen con más frecuencia dentro del ámbito familiar que en el medio escolar o social, salvo rupturas con la ley que suelen producirse fuera del hogar. Para el adolecente, y para cualquiera, existe una seguridad de acogida, de tolerancia y de amor dentro de la casa que soportará y amortiguará mucho mejor todos esos desbarajustes anímicos que se ensañan con su mente.

La apertura inmensa al descubrimiento de nuevos saberes, nuevos placeres o nuevos ideales va muchas veces a la par de la sensación de vivir en un precario equilibrio y de no estar seguro de quién se es en cada momento. Esa precariedad del ser, del quién soy yo, genera una exigencia de seguridad, de reafirmación, que suele desequilibrar más que afianzar. Muchas veces se trata de compensar esa sensación de vacío o de volatilidad con la búsqueda de un amor que ofrezca seguridad a esa evanescencia del ser, mientras otros lo conducen por el lado del goce. Ambos, amor y goce, se vuelven también muy exigentes, pero conducen a salidas muy divergentes, generalmente constructivas desde el amor y destructivas desde el goce (riesgo, juego, drogas, violencia…).

A esa dura travesía que es muchas veces la adolescencia se suman dificultades para reconocer y, como se suele decir ahora, gestionar las emociones. De ahí que la mayoría de los suicidios se produzcan entre los catorce y los veinticinco años, lo que, a primera vista, puede resultar incomprensible. Pero es que en ese periodo de rápido crecimiento, tanto físico como psicológico, se es muy vulnerable ante ataques (como el bulling), desprecios, desamores, injusticias…

 
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