¿SOBREVIVIRÉ?
El miedo a perecer nos ha aguzado el ingenio. Buscamos un refugio en el que podamos encontrar el resguardo necesario. Sin duda, el ser humano es el más abundante de los animales, al menos en proporción a su tamaño, y eso lo hace especial, quizás porque siempre sobrevive. Bueno, como el resto de seres vivos, sobrevive como especie, porque, aunque sea triste, los individuos han de desaparecer. El miedo a la muerte propia es comprensible. Yo, el que os habla en nombre de los míos, lo padezco igual, pero estoy convencido, lo estamos todos, de que lo importante es la especie. A nosotros no nos importan las razas ni las fronteras ni las nacionalidades ni nada de lo que suele dividir al hombre y, en general, volverlo más débil. Nuestro único objetivo es buscar en la naturaleza lo que nos permita seguir adelante, esté en Asia o en cualquier otro continente. Por fin hemos encontrado, ahora que comienza el otoño, el refugio que estábamos esperando. No sé si podéis imaginar el alivio que, encontrarlo, ha supuesto a nuestra angustia, a nuestro convencimiento de que esta vez seríamos barridos de la faz de la tierra, como si la ira de Dios fuera dirigida solo contra nosotros. Lo malo de nuestro hallazgo es que este refugio también es el lugar donde, en cualquier momento, podremos sufrir el mayor ataque, e ignoro si lograremos vencer. Como ocurre a los seres humanos cuando se cobijan en el aislamiento, la ira, el odio o el aumento lupático de su imagen, puede ser que nuestro refugio nos haga al final tan vulnerables que, en contra de nuestro objetivo inicial, se convierta en nuestro particular apocalipsis. No podéis imaginar la aventura que supone para nosotros penetrar en ese lugar lleno de aterradoras corrientes, cavidades u obstáculos tras los que no sabemos qué peligros nos acechan. La oscuridad reina en nuestro refugio y, desde el principio, la sensación de asfixia es tan fuerte que nos cuesta contener el pánico y no salir otra vez a la intemperie, donde la incertidumbre es aún mayor. Nosotros quisiéramos hacer una alianza con el dueño de nuestro refugio, pero es imposible. Lo que siempre nos encontramos es una lucha a muerte: o él o nosotros. Y cuando vence él, el refugio se hace inhabitable para el resto de nuestra especie y una oportunidad más de seguir viviendo se nos escurre entre los dedos. De poco nos sirve entonces sentirnos los reyes, como nos suelen considerar las demás especies, porque morimos como el más humilde de los súbitos. Muchas veces, pero desconocemos lo que lo causa, el refugio que hemos elegido se desmorona para siempre y nos arrastra en su triste caída. Otras, penetran en él sustancias desconocidas que son un ácido corrosivo que no tiene ninguna piedad con nosotros. Lo peor llega cuando guerreros muy parecidos a nosotros, que se multiplican con la misma celeridad, nos declaran la guerra sin cuartel. Si ganan ellos, nosotros hemos de abandonar para siempre el amparo que habíamos encontrado o perecer con la esperanza de que nuestro fin haga más fuerte a nuestra especie. Y lo peor de todo es que si ganamos ―¡qué humanos nos hemos vuelto!―, si logramos derrotarlos, el lugar en el que esperábamos prosperar se derrumba y nos arrastra en su destrucción. Creíamos que esa manera de desaparecer era exclusiva del ser humano, pero nosotros nos hemos mimetizado tan bien con ellos que su comportamiento se nos ha contagiado. Luego, entre los hombres, quedan los héroes; siempre hay héroes en todas las guerras. Son los que, en la lucha, no ceden ante el miedo o el afán de seguridad, y que, tras ella, se vuelven más fuertes, y algunos, incluso mejores personas. Lo más triste es que entre nosotros no hay héroes, solo supervivientes que permitirán que, tras miles de milenios de existencia, logremos seguir encontrando un lugar del que no seamos expulsados con esa violencia desconsiderada y cruel a la que estamos acostumbrados. Podíamos entonar el mea culpa, eso que raramente vemos entre esa especie que invade el mundo y apenas deja espacio para las demás, pero es que no tenemos conciencia. No me entendáis mal, no me refiero a que seamos gente indeseable, que desprecia las leyes y la moral, no, es que no hemos alcanzado un desarrollo que nos permita trascendernos y tomar conciencia del bien o del mal que nuestros actos pueden causar a los demás. Nuestro único fin es permanecer en ese milagro que es la vida, nada más. Pero no podrían decir lo mismo otros, no al menos los pertenecientes a la especie humana, de la que dicen que ha logrado transcenderse. Ellos, en el uso de esa conciencia, destruyen a otros tanto o más que nosotros y, normalmente, parecemos existir solo para hacerles ver que su vida también está prometida a un límite infranqueable. ¿Qué sería de los seres humanos si nosotros, los virus, no viniéramos a mostrarles que, para sobrevivir como especie, no pueden destruirse unos a otros ni acabar con el resto de especies?
Sí, soy un virus, quizás me odies porque has perdido a tu madre o a tu abuelo, quizás maldigas porque algún ser superior permite que nosotros existamos, pero, si te detienes a pensar, quizás reconozcas que tienes parte en el mal que te afecta y logres en el futuro ser más resistente, no a nosotros, infelices bichos invisibles a tus ojos, sino a tus deseos de destrucción o de rechazo a los que son diferentes a ti o tienen otro color de piel o, simplemente, te recuerdan que se mueren de hambre mientras tú engordas de manera obscena. Quizás te haga sentir que es necesario renunciar a ese «o tú o yo» y darte cuenta que existe un «nosotros», bueno, «vosotros», que ya has descubierto que yo soy tu mortal enemigo. Tu mortal enemigo, pero al que ningún odio o pasión ciega lo mueve, solo la necesidad de seguir en la vida. ¿Podrías tú decir lo mismo? Quizás algún psicólogo podría abrirte la vía a las liberadoras palabras que dieran respuesta a esa pregunta.
Emiliano de la Cruz García