Charlando con don Quijote
Hola. No importa cómo me llamo. Soy un nieto más de los hombres que perdieron la vida por la locura asesina que ciertas ideas generaron en nuestros compatriotas. Ideas no, Ideales que contenían, como contienen todos los ideales, el germen de la maldad en el ser humano, que si algunas veces lo llevan a heroicidades, otras muchas lo llevan a cometer atrocidades sin medida. Anoche estuve viendo por enésima vez el retrato, en una de las paredes del dormitorio de mis padres, de mis abuelos maternos: él, un gigante, tanto física como moralmente, muerto en una cuneta, y ella, bajita en comparación con él, con una mirada que todavía no conocía el horror, muerta pocos años después de un infarto tras no soportar la segunda noticia del mayor de los males para su familia.
Mi mayor anhelo era visitar a ese hombre nacido de la pluma de Cervantes que vivía “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, que poseía un galgo corredor. No podría decir si será por ese galgo que tenía el honor de figurar en el primer párrafo del “Ingenioso hidalgo…” que sentía la necesidad de acercarme a él, porque “Galgo” me llamaba mi madre -desconozco si por algún parecido con esa especie o por las carreras a las que me lanzaba para huir del agua con el que pretendía quitarme la roña de la semana antes de acudir el domingo a misa. No podía entender cómo se podía desperdiciar así lo que tanto nos costaba acarrear a mis hermanos y a mí-.
Conocí a don Quijote cuando contaba con dieciséis o diecisiete años y desde entonces ansiaba tener una charla con él para hablar de la justicia que nunca termina de instalarse entre nosotros o del amor que prescinde de parecidos o bienes, que es aún más raro de encontrar hoy en día.
Pero la urgencia por tener este encuentro con él me entró poco después de leer un sencillo escrito donde se contaba cómo algunos hombres de mi pueblo trataban de localizar dónde fusilaron sin piedad y mal enterraron a sus padres o abuelos, y entre los que se encontraba, como ya he dicho, el mío.
Después de la congoja que sentí, por primera vez, imaginándomelo frente a sus asesinos esperando la muerte sin remedio, supe que había de seguir los pasos del caballero andante que él fue: ¿y quién me enseñaría a seguir sus pasos mejor que el propio don Quijote al que yo creía el único y verdadero caballero andante de nuestra España? Así inicié un viaje en el tiempo, gracias a la velocidad que me concedió mi sobrenombre, que me permitió alcanzar tiempos pasados, de lo que, por una parte, me alegré sobremanera, pero, por otra, demostré una ignorancia absoluta de lo que es realmente el mal que habita en el hombre. Logré llegar junto a don Quijote y su fiel Sancho y contar a ese insigne caballero todo lo que ahora vais a saber:
«No crea vuestra merced, -le dije a don Quijote, después de saludarle como convenía saludar a caballero tan principal- que el deseo, la urgencia por hablar con mi señor don Quijote, comenzó dulcemente, no, no lo crea. Al principio, después de imaginar a mi abuelo ante sus asesinos, inicié una de esas carreras por las que me gané mi sobrenombre, Galgo, y corriendo me hallé desde Madrid a Navarredonda de Gredos, en contra de las leyes del tiempo, cual Superman (ya, ya le explicaré) hasta encontrarme en el lugar donde depositaron a quien quiso poner por encima de su vida la defensa de unos ideales que lo sumaron a ese tornado de anhelo de cambio, de poner en jaque a los poderosos, más aún cuando éstos se apoyaban en el crucifijo -ensuciándolo como han ensuciado siempre todo cuando han tocado-, y gritarle de la inutilidad de su sacrificio. Pero el odio se agotó, a Dios gracias, con premura y dejó paso a la devoción, incluso amor, que su recuerdo generó en mí a través de las palabras depositadas en mi memoria por una de mis tías y por mi madre, también a través de los bancos de la iglesia de mi pueblo, los que construyó con sus manos -que aún llevan su nombre.
»Le diré señor don Quijote –continué- que creyó en la dignidad de todos los hombres por igual, en el trabajo, en un reparto más justo de la riqueza, en terminar con los servilismos y las reverencias a los privilegiados, en un mundo más justo, en acabar con las leyes creadas por y para los poderosos y santificadas por una iglesia que servía a un solo Señor, el Dinero. Creyó en la fraternidad elegida, en la justicia para todos… y, cuando fue a luchar contra los gigantes del poder, se chocó contra los molinos, en los que, como a vuestra merced, habían trocado los encantadores a esos gigantes, para impedirle luchar contra enemigos leales que siguieran las mismas leyes que él, las de la palabra, y no contra alienados y avaros que robaban y asesinaban en nombre de la patria y de la Palabra de Dios. Pero ignoró que para los hombres es más importante imponer sus ideas a los otros que lo que dicen creer y que todo ideal contiene en sí el germen de un monstruo al que no es muy difícil alimentar y hacer crecer hasta ser incontrolable y arrastrar como marionetas a los mismos que los generaron, misterio insondable de la mente humana: volverse esclavo de lo que uno mismo crea.
»Llegó el día en que hubo de enfrentar las palabras de su mujer –ese fue el peor momento de sus vidas, o así lo creía yo mientras hablaba con el Caballero de la Triste Figura-, las únicas que deberían ir en mayúsculas, que, con dos de sus hijas en brazos, de rodillas, le suplicaba que huyera, que él sabía que lo habían vendido a los Servidores de la Muerte. Pero él, caballero digno y amante de la justicia, no quiso traicionar sus convicciones ni siquiera por el amor que lo profesaban su mujer y sus hijas. Un caballero que, como vos, acabó apaleado allí donde buscaba el bien y la justicia para los débiles o menesterosos. Ese caballero de impresionante figura se irguió con orgullo y esperó a los cobardes que lo condujeron entre culatazos e insultos (el arma de la sinrazón, de los esclavos y vendidos) a un lugar de burla y tortura, al que en la más desgraciada de las ironías se había denominado Parador Nacional. Allí pararon para siempre su corazón, fusilándolo sin atreverse a mirarlo a los ojos y mal enterrándolo junto a los que lo acompañaron en su sueño de cambio, de libertad, de no servir más al poder y el dinero. Lo pararon no malos hombres, no, sólo hombres ansiosos de quitar trabajo a ese Dios suyo siempre tan ocupado en premios y castigos, Primer Gran Conductista, e irle adelantando trabajo con sus juicios y sentencias, sin encontrar nunca ni diez justos por los que perdonar al resto. No diez, ni un solo justo encontraron durante la maldita guerra, ni entre los que acudieran a la otra gran guerra –es que no se imagina vuestra merced cuántas han promovido los hombres desde que usted luchara contra la injusticia-, ni entre los que fueron deteniendo gracias a las denuncias llenas de amor de los amantes de la justicia, de la suya, sirvientes devotos de los que dominaban España».
Le conté también qué había hecho cuando, en mi carrera contra el tiempo, llegué al momento en que acababan con su vida:
«Al llegar al lado de mi abuelo, justo en el maldito momento en que lo fusilaban, urgí a mis piernas a correr aún más contra el tiempo y poder ponerme así delante de las balas que buscaban su cuerpo, pero las balas me atravesaron como si yo fuera nada. Quise besarle su frente, tapar sus heridas con mis manos, pero la sangre me atravesaba. Me aferré a él para que no lo echaran de tan mala manera a la común tumba, pero sus asesinos me atravesaron. Me tiré sobre su cuerpo para protegerle de la tierra que antes lo aterró y ahora quería cubrirle y de los cuerpos desmadejados que caían sobre él, pero la tierra y sus compañeros me traspasaron. No pude con tanta angustia y volví a correr, esta vez a favor del tiempo, para obtener al menos el consuelo de abrazar cuanto la tierra hizo florecer con lo que obtuvo de su cuerpo y el de sus amigos, y que pasara a mi sangre cuanto no pude oírle, cuanto no pude verle, cuanto no pude tocarle u olerle. Y así me encontraron unos tipos vestidos de blanco, los Enmudecedores, los nuevos sirvientes de la iglesia de los alienados, y me encerraron. Si hubieran existido en su tiempo esos señores, no habría podido vuestra merced dejarnos la herencia de valentía, de la obligación de defender a los menesterosos, de la imperiosa necesidad de luchar por la justicia ni de cómo elevar el amor a la mayor de las cúspides. Lo hubieran encerrado y nunca habría podido recorrer España con el más sensato de los hombres, Sancho, el que nunca lo abandonó en ninguna de las circunstancias, ni siquiera cuando recibía tan grandes palos. Con esto que le digo podrá vuestra merced hacerse una idea de las torturas a las que me sometieron, sordos a mis ruegos y mis anhelos de libertad.
»Pero no se encierra a un Galgo –vuestra merced lo sabe bien- ni se lo adormece cuando en él ha prendido el sueño de los Caballeros Andantes. Y corriendo me hallé desde Madrid a su Mancha, otra vez en contra de las leyes del tiempo, hasta encontrarme con vuestra merced y poder contarle lo que le estoy contando. Al igual que vuestra merced fue en contra del tiempo y de su tiempo rescatando la generosa y necesaria profesión de caballero andante, yo viajé en contra del tiempo –Supermán es una especie de caballero andante, nacido cuatrocientos años después que mi señor don Quijote, con una velocidad que le permitía viajar en contra del tiempo, aunque le parezca mentira. Por eso yo quería viajar como él hacia su siglo, aunque el suyo haya resultado intemporal, para poder hablarle como lo hago ahora-. En ese viaje, quisiera haber parado junto a mi abuelo cuando aún reía su amor junto a su mujer y sus hijas, cuando de sus manos salían dibujos y bajorrelieves, cuando largas colas de necesitados esperaban comida a sus puertas, cuando creía en el bien que generarían sus ideas, pero decidí llegar primero junto al Primero de los Caballeros para empaparme de su espíritu, del que no se corrompe, del que no espera más que justicia, del que no se somete, y hablarle, como he hecho, de mi pena por mi abuelo, de él que ni sus huesos nos quieren dejar ver los herederos de sus enterradores, los de las manos sucias -para no tener que bajar también con vergüenza la mirada-, los que no dudan en seguir acallando a los que, desde la justicia, procuran que, a mi abuelo y a todos los que cayeron como él en lugares ignotos, se les pueda devolver a la tierra con dignidad».
Como entenderéis todos, si he llegado ante el Caballero de la Triste Figura o el de los Leones es para dejar de ser el caballero que figura en la tristeza, no perder la valentía que se necesita para defender la libertad y recobrar mi sonrisa ante el retrato de los que se fueron antes de acogerme en sus brazos. También quizás para no olvidar que hasta los caballeros andantes, servidores fieles de un ideal, harán sufrir, quieran o no, a aquellos que se encuentren en su camino, especialmente a los que les son más fieles y más les quieren.
Emiliano de la Cruz García