La mano tendida

Alba sube a la azotea desde el piso compartido en el que vive. Es algo que hace algunas veces, cuando prefiere estar sola y poder respirar fuera de las paredes sin dejarse arrastrar por la tentación de ver las novedades de sus redes sociales. Cuando está subiendo el último tramo de escalera, oye los gritos de una chica que pide, casi ordena, a alguien que se aleje, que se vaya de allí, que no quiere hablar con él. Ahora sabe que es un hombre y teme por ella. Asoma con preocupación la cabeza y ve cómo el hombre retrocede andando de espaldas. Aprovecha antes de que él se vuelva hacia la escalera para correr y acercarse a la chica que ha vislumbrado en el borde de la terraza del edificio. El hombre ―después sabrá que es un negociador de la policía― trata de detenerla, pero ella le esquiva.

No tarda en hacerse cargo de la situación: aquella chica parece estar dispuesta a arrojarse al vacío, no sabe si por temor o como amenaza hacia el hombre que se retira o por otras motivaciones.

―Hola ―le dice despacio, para que no se asuste, no vaya a precipitarse.

―No quiero más policías, váyase.

Alba no puede evitar reírse ante la confusión, que la considere una policía.

―Perdona, pero me ha hecho gracia que me llames policía. Soy una simple estudiante universitaria. Resido en este edificio y había subido a respirar y estar sola un rato cuando he oído tus gritos.

La chica, con unos ojos grandes y expresivos, la mira sorprendida durante un instante. Valora si lo que le dice es verdad. Parece sincera y, ahora que se fija bien, es de una edad parecida a la suya. Había rechazado al policía, no porque la hubiera tratado mal, sino porque se traicionó en un inicio de frase, que rápidamente cortó, pero no pudo hacer lo mismo con la mirada que acompañaba sus palabras, “Con lo gua…”, con la que ponía en cuestión que una chica guapa se quisiera tirar, como si las que no lo son tanto tuvieran justificado el suicidarse y a ella no le estuviera permitido, errando de forma grosera el mensaje con el que trataba de frenarla.

Alba se asoma a la calle, de la que les separa siete pisos, y observa que hay un montón de gente esperando saber cómo termina el espectáculo, entre el temor sincero de algunos a que se tire y el morbo que a otros muchos les producen los dramas ajenos. Pocos de ellos se aproximarán a entender el sufrimiento, el dolor, la desesperación o la decepción que ha empujado a aquella chica a estar en el parapeto de la terraza. Alba solo quiere entender algo de lo que le ha hecho sentirse tan sola y se asombra de que no haya habido nadie que haya podido contener su dolor, ofrecerle su apoyo y su cariño, e imagina que tendrá una familia que se cargará de culpa y remordimiento por ese paso al acto perfecto, para el que no hay posibilidad de cambiar la elección, cuya responsabilidad la chica ha asumido de antemano. Ella entiende que alguien le ha hecho daño o que algo le ha hecho sufrir tanto que le ha colocado en aquella situación límite, que ella ruega interiormente no sea imposible de abordar. Comienza por presentarse:

―Me llamo Alba, aunque hoy no haya hecho honor a mi nombre. ¿Cómo te llamas tú?

―Déjame en paz, ¿tú también vienes de salvadora?

―Entre otras acepciones, mi nombre alude poco a la salvación, ya sabes lo que cantaba Aute. Tampoco me parece bien que vayas a cocear a quien se acerca a ti, como hace la mula cuando su amo trata de curarle una herida, olvidándose la muy mula (en todos los sentidos de la palabra) de que no quiere hacerle daño.

La chica no puede evitar reírse, lo que alivia a Alba,

―Sofía, me llamo Sofía, aunque mi nombre tampoco ayude mucho hoy. ¿No serás una psicóloga con pretensiones de saber lo que estruja mi alma?

―Perdóname, Sofía. Si cualquiera pudiera escucharme, pensaría que te estoy llamando mula y que es la peor manera de pedir a una persona que valore si la pasión que demuestran sus ojos y el brillo que tienen a pesar del velo de la pena que hoy reflejan van a desaparecer con ella, y con ella todos los deseos que podría sostener o tratar de cumplir, aunque nunca se consiga del todo, pero eso es lo que nos espolea para que sigamos luchando. De todas formas, casi me pillas: estudio una mezcla de pedagogía, trabajo social y psicología, aunque espero poder decantarme por alguna y prepararme específicamente en ello, seguramente en psicología porque me gusta mucho. Por desgracia, ya ves que soy muy bestia y que me he atrevido a compararte con una mula, pero ¿puede saber alguien lo que convendría decir en esta situación, si no lo sabe ni Sofía? Yo creo que no hay nada especial que decir. Yo solo puedo ofrecerte mi mano, mi hombro, mi regazo, lo que quizás te faltó en algún momento determinado. Lo que es verdad es que te escucharía con gusto si tú me quisieras explicar por qué estás aquí, qué te ha hecho plantearte la muerte como la única solución a lo que estás viviendo. Yo no sé si podría ayudarte, seguramente no tendría respuestas a tu sufrimiento, pero sé que no me apartaría de tu lado ni te dejaría sola, que haría lo imposible por comprenderte y acompañarte en tu proceso. Por eso te pido que me cuentes qué te ha sucedido. No puede ser, Sofía, no puede ser que la única respuesta posible a lo que estruja tu alma sea ese camino sin retorno, no lo creo, es injusto.

Alba mira al cielo como buscando un límite a la desesperación y Sofía deja de mirar al vacío porque esa chica no cree saber más que ella, ni pretende sugestionarla, ni convencerla. No, reconoce que no sabe y le ofrece su hombro. Sin saber muy bien por qué, acoge sus palabras y le tiende la mano.

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