Redención

Me llamo Fernando. Podría presentarme como un pobre desgraciado al que la vida ha tratado siempre mal, bien porque no acerté a nacer en la familia idónea, bien porque nunca supe adaptarme al servilismo de mi padre y al desprecio con el que mi madre nos regalaba a ambos lo mejor de ella. A vosotros os podría engañar, pero en este momento no quiero recurrir al infructuoso y viejo recurso de engañarme a mí mismo. Mi vida podría ser vista como una más, vulgar y corriente, similar a la de millones de personas: una mujer paciente y con una belleza de la que presumo cuando salimos a dar un paseo, dos hijos que, más allá de lo embebidos que están en las maquinitas, son buenos estudiantes y no exigen demasiado, y un trabajo con un sueldo nada despreciable. A pesar de todos esos bienes, que Dios, en su infinita gracia, me ha concedido, a pesar de estar todo lo alejado que podría estar de mis padres, no deja de crecer en mí una ira que temo me pueda llevar a lo peor, sea esto lo que sea. Cada día voy al trabajo preñado de fantasías en las que muelo a golpes a mi jefe y a no pocos de mis compañeros. Luego, vuelvo a casa temiendo regalar esos golpes no dados a mi mujer o a mis hijos, para compensar la impotencia de entrar cada día a la empresa, saludar con la más brillante, y falsa, de mis sonrisas, decir sí a cuanto me pide mi jefe y aceptar todas las sonrisas burlonas de mis compañeros, que me consideran el más servil de los hombres.

Si escribo esto al final de un día en el que había querido poner mi servilismo al servicio de la Señora del fin de los días, es porque esta ha sido una jornada en la que creí que por fin se iban a cumplir mis ansiados sueños de perro apaleado. Varias veces he estado a punto de levantarme y agarrar por el cuello a mi jefe hasta ver ese rostro suyo, afeminado por tantas cremas y potingues con los que debe ocupar la mayor parte del tiempo que no está jodiéndonos a nosotros, amoratado y abotargado, y que sus ojos, siempre incisivos, alcanzaran una expresión de estupor perpetuo. Pero he cumplido el horario de trabajo, y otro tanto que no me correspondía, y he vuelto a casa, alimentando la rabia que me desborda, con reproches dirigidos a mi cobardía e ineptitud. No sería muy distinto al resto de ocasiones en que he vuelto con la misma sensación, si no fuera porque la imagen de mis manos alrededor del cuello de mi mujer, estrangulándola hasta que sus ojos no pudieran preguntarme más por qué, que qué había hecho ella, se hubiera grabado en mi cerebro como una orden indeleble de la que nada me permitiría liberarme. Pienso, de una manera cutre, ajada, que esa mujer es mía, esa idea infame pero gozosa de posesión, de tener el derecho de acabar con ella, el mismo que tenía mi madre al mirarme con asco, a ver si su fin se lleva mi cobardía y mi impotencia para afrontar la vida. A ráfagas me digo si no es el momento de acudir a un psicólogo y afrontar esa incapacidad para hacer frente a los que me atemorizan e incluso de empezar a disfrutar de todo lo que no soy capaz de disfrutar, pero la imagen de mis manos aferradas a su dulce y esbelto cuello secuestra mi razón y mi conciencia y me obliga a volver de nuevo, tal psicópata, al único goce al que podía aspirar: destruir, matar. Se cuelan entre las imágenes los rostros cariñosos y sonrientes de mis hijos, pero tampoco logran hacer mella en ese monolito en el que se ha convertido mi mente. Cuando estoy ya a las puertas de mi casa, recibo la llamada de mi hermana, que, entre sollozos, me dice: “mamá ha muerto”, y esas palabras derriban todo, incluso al monstruo que he estado alimentando año tras año, y me convierto de repente en un ser moqueante que abre temblando la puerta y busca el abrazo y el consuelo de mi mujer, la misma que iba a estrangular instantes antes. Esta es la parte más miserable, pero sé que con la desaparición de mi madre algo de mi ser ha caído para siempre y, me da vergüenza decirlo, me siento liberado. ¿De qué? ―os preguntaréis―. Del duelo que me estrangula desde bien pequeño por una vida que, no sé si lo decidí yo o algo lo decidió en mí, nunca pude disfrutar, sumido en la apatía y la tristeza más miserables, pues se alimentaban de mi incapacidad para rebelarme y apostar por un deseo propio que no fuera el de mendigar a mi madre un lugar en su corazón. Esto no es una conjetura de neurótico llorón o de proyecto de psicópata insensible, es una verdad indiscutible: ella no dejaba de cuidarme, hasta me trataba bien, sobre después de la enésima humillación a costa de mi parecido a mi padre o de mi inutilidad, sin cuidarse siquiera de hacerlo ante los demás; yo era para ella menos que el suelo que fregaba. Me trataba como si yo ocupara un lugar vacío en su campo de visión y, al percibirlo los demás, todos se sintieran en el derecho de maltratarme o despreciarme. Quizás por eso, mi madre, al morirse por fin, me ha sacado de ese duelo interminable, que en realidad era un duelo por la muerte que siempre deseé para ella, quizás mi único deseo, y me pone ante la posibilidad de hacer un duelo de verdad y recobrar un futuro que nunca creí tener. ¿No nos salvó Jesús con su muerte? Pues mi madre me ha salvado a mí con la suya. Bueno, no sé si lo de Jesús incluía la resurrección, pero que a mi madre no se le ocurra volver de entre los muertos, por favor.

Emiliano de la Cruz García

 
Problema

Realizamos un completo diagnóstico de su problemática

Solución

Planteamos un tratamiento completamente personalizado

Recuperación

Realizamos un seguimiento posterior en todos los casos