El juego y otras adicciones
En los juegos de azar, todo el que juega espera alcanzar una especie de alianza extraña con una voluntad a la que se puede seducir, conquistar o gobernar, que les colmará de dones o bienes con el simple concurso de su deseo. Son los más atrevidos quienes llegan a pensar que podría encontrar la fórmula mágica que permitiera dominarla, en vez de ser dominados, y lograr así que el azar quede sometido a su capricho y pocas veces les sea esquivo. A lo largo de la historia, la magia o la brujería, dando acogida a la necesidad de ser amados, conseguir riquezas o alcanzar el poder, ingeniaron, por obra de la prolija imaginación humana, diferentes modos de hacer que el azar o el acaso, como se le denominaba antes, dejen de ser tales y puedan obedecer a leyes que un amo inteligente les impondría. Es decir, se trataba de diferentes formas de fe en la capacidad humana para disponer el futuro a su favor o a su antojo: «si hago esto, esta persona me querrá»; «si hago lo otro, mi enemigo enfermará y se pudrirá por dentro hasta morirse»; «si bebo este o aquel brebaje seré valiente o poderoso, o si se lo doy a tomar a otros seré dueño de su amor o de su voluntad». De forma más humilde, pero no menos ilusa, un sinfín de seres humanos corren tras la fórmula que les permita gobernar el azar de unas imágenes que circulan hasta formar un trío o de unos números que se avendrán a coincidir con los que yo he elegido previamente. Sea cual sea la fórmula elegida, siempre creemos que podemos alcanzar las riquezas por la preferencia que el azar tiene hacia nosotros, que este no es ciego, sino que se le puede seducir. Desde luego, no nos importa aceptar que hay muchos reveses en el camino, pero nuestra ciega fe nos hace esperar que al final nos tratará bien y triunfaremos. Al dominio sobre el azar se une, bien un goce indescriptible que la posibilidad de vencerlo produce, bien ser tomados por la tensión que genera y que nos hace sentir algo que no podemos sentir a través de otras experiencias. Es en este aspecto del juego donde la Psicología tiene algo que aportar al sujeto, bien liberándolo de un goce que lo esclaviza o descubriendo lo que le impide sentirse vivo más allá del juego o del uso de tóxicos. ¿Pueden ser sometidos a nuestro capricho los designios divinos o de otras voluntades oscuras? Es dramático y sorprendente lo que un ser humano está dispuesto a perder para seguir soñando que un día la suerte lo abrazará y elevará al Olimpo de los ricos. ¡Cuánto sufrimiento puede provocar en multitud de familias esa carrera angustiosa tras lo evanescente de la riqueza!
Es algo similar a lo que producía la búsqueda del goce supremo en la heroína o en cualquiera de las variantes de las drogas actuales: el sujeto queda reducido al servicio de un amo que le promete una felicidad que, en el caso de la heroína o el crack, solo se encontrará en el último viaje. También en este caso se tiene fe en que se alcanzará un goce que excluirá cualquier otra necesidad o deseo, pero a lo que se ve abocado el sujeto es a una repetición sin fin en la que nunca queda satisfecho, pues esa es la mayor condena humana: no hay ningún goce que le baste y, cuando este se basa en la transgresión brutal de la ley, como en la pedofilia, es capaz de cobrarse cuantas víctimas sean necesarias para alcanzar su cota de satisfacción.
Cada vez que acude a mi consulta de psicólogo una persona atrapada en la droga o en el juego, me pregunto cómo es posible que algo, aparentemente tan insignificante como una sustancia o una máquina, transforme de tal forma a una persona, la convierta en un sujeto alienado y reduzca tanto los intereses que movilizan su vida.
Para comprenderlo trato de discernir la función que cumple la droga, el juego o cualquier objeto al que uno se ata subjetivamente un ser humano en la vida. Creo que, cuando un sujeto descubre cuál es esa función en su caso concreto, es bastante más fácil desprenderse de ella. Además, hay que pensar que, frente a la complejidad tan grande en la vida que supone la existencia de los afectos, de los deseos, de las ocupaciones laborales o escolares, o de las preocupaciones, luchas y afanes diarios, uno suele atarse a elementos tan simples como puede ser una pastilla o una pequeña cantidad de sustancia química (o ver televisión o wasapear), y que eso hay que entenderlo para llegar a entender la función que ha cumplido esa sustancia o adicción en la vida de cada uno.
Cuando al principio se empieza a tomar drogas, el goce que produce compite con otros goces, otras formas de disfrutar, y no es en ese momento tan exclusivo, pero, poco a poco, lo que va ocurriendo es que ese goce va excluyendo todo otro, y se convierte en un amo absoluto que demanda sin cesar la atención hacia él. Si la droga abre inicialmente paso a goces variados, con el tiempo se convierte en un amo gélido que exige exclusividad y aparta a su buen esclavo de cualquier otro goce, incluso del más común a los mortales, el sexual. Por eso, en la coca o en el juego, por ejemplo, ya no se piensa en otra cosa que en el tiempo que resta hasta que llegue el momento de poder tomarlo, o de enfrentarse a la máquina o las cartas o cualquier otra cosa. Es algo similar, aunque con otras dimensiones, a lo que ocurre, en el caso de los niños o adolescentes, con las máquinas y sus juegos, o con el ordenador y la pornografía, en el caso de otras personas.
Entender que, para salir de la droga, hay que reducir esa sobredimensión, esa ocupación total que, en la vida de una persona, ha hecho el goce de la sustancia, es fundamental, porque, ese goce, ha ido socavando poco a poco todos los campos en los que uno se mueve, hasta hacerlos perfectamente prescindibles frente a lo que importa más, que es la droga. Y hasta que el sujeto no vea la profunda alienación que le supone eso, que el malestar en su vida no compensa el goce que obtiene, no podrá dar el primer paso para poder salir de ella.
En muchos casos se observa que, cuando han de acudir a una cita o una fiesta, anticipan que no podrán disfrutar si no llevan consigo la sustancia a la que son adictos. Así, el encuentro con los otros, no es que esté mediatizado por la droga, es que acapara toda la atención del sujeto (cuánto tiempo ha pasado sin tomarla, si ya ha bebido lo suficiente para ponerse, cómo acudir por enésima vez al baño sin que nadie le pregunte por tanto viaje al mismo, etc.). Si algunas drogas, al principio, como ocurre con cierto nivel de alcohol o de coca, favorecen el abordaje de los otros o el intento de conquista de alguien que le despierta interés amoroso o sexual, potenciando incluso la capacidad discursiva, primero, y la sexual, después, con el tiempo cada vez hay menos interés por abordar al otro y el sexo llega a no tener ningún atractivo.
En un tratamiento psicológico, más allá de controlar las veces que consume o si el sujeto trata de engañarnos o de engañar a su entorno, si se quiere una verdadera separación de esa persona del goce que lo ata a la droga (y, por tanto, de todo el montaje que rodea la consecución de la misma o del momento que convoca su consumo imperativo), una liberación que no se base en el control continuo y agotador, hay que descubrir qué función, qué papel, empezó a cumplir en la vida de ese sujeto cuando inició su relación con esa droga. Porque que una persona se vea ante la certeza de que no puede vivir sin la droga (o cualquiera de los objetos que generan adición), que la única falta que mueve su deseo es la falta de la sustancia, muestra lo fácil que es esclavizar a un ser humano. En este caso cobra pleno sentido liberar al sujeto, liberarlo de esa supuesta necesidad psicológica, que ha nacido del sometimiento a lo más pobre de nuestra constitución biológica: el que consiste en ofrecer a la mente un medio de satisfacción único y excluyente.
Emiliano de la Cruz García