La psicología en la sociedad

En las modernas teorías de la psicología, las que se llaman de tercera generación, hay una renuncia expresa a comprender los comportamientos del ser humano, bien conformándose con reducirlos a burdos efectos de determinados condicionamientos, reforzadores o aprendizajes, bien tratando de encontrar la explicación en el funcionamiento de la conciencia, de la mente pensante, o en el inabarcable infinito del sistema neuronal.

Las investigaciones en el mundo de la empresa galopan desbocadas hacia la tecnología que, tras el torpe engaño de facilitarnos la vida, nos conduce a la dependencia más brutal de lo que no nos hace falta para nada, para nada que no sea consumir, incluso hacia la ilusión de inmortalidad, cerrando los ojos a los numerosos suicidios, a las constantes guerras, trompeteras de la muerte, al hambre que asola países o a enfermedades que se ceban en los mismos que pasan hambre, pero también se ríen de nosotros, los privilegiados, porque saben que siempre serán más fuertes que nosotros al conducirnos por donde sus intereses marcan.

Nadie está dispuesto a renunciar al móvil que permite hablar sin parar por el wasap, que también mide la frecuencia cardíaca, los pasos que se dan y las calorías que se queman, que incluso pueden medir lo que se goza en la cama o hasta los movimientos peristálticos del intestino, y, por supuesto, que facilita fotografiar sin fin eso que nunca hará detenerse, al que fotografía de esa manera, a contemplarlo (y por eso no miden lo que se goza en esa contemplación).

Porque, si no queremos saber y ser responsables de nuestros deseos e impulsos, menos lo queremos ser del granito que cada uno aportamos a la injusticia en el mundo, a la acumulación y especulación obscena con productos, bienes y dinero, aunque eso lo paguen millones de trabajadores y, sobre todo, ese tercer mundo bien alejado de nosotros: por eso hemos dejado entre ellos y nosotros el hueco del segundo mundo –que nadie conoce.

¿Qué papel podría entonces jugar la psicología? Ante todo ayudarnos a no estar atados o alienados a diversos objetos o productos tecnológicos, no por los objetos en sí, que un uso razonable de ellos puede hacerlos bien útiles, sino porque suelen ser el modo de anular cualquier conciencia de injusticia o desigualdad con el resto de los seres humanos y porque suelen reducir nuestros goces a los niveles más ridículos e incomprensibles: frente a la contemplación de un cuadro, la foto que dirá a otros que yo estuve allí; frente al encuentro con los otros, la exhibición de la imagen más artificial de nosotros mismos (otro de los engaños en los que solo nos engañamos a nosotros mismos); frente al goce del intercambio, del universo que crean los libros, de la discusión de las políticas y de las injusticias que generan, el reducto asfixiante de la adicción o atadura a tóxicos o máquinas que nos entontecen sin fin.

Por eso, la piscología no puede ser la que pone la camisa de fuerza que conduce a la adaptación del sujeto al mercado diseñado por los poderosos, sino la palanca que nos aparta de los pobres goces para acercarnos a la posibilidad de gozar del acercamiento, por distintos medios, al que está a mi lado ―por sí mismo, no por lo que tenga o exhiba― y, por supuesto, a los perjudicados por los efectos de nuestro modo de vida a través de un trabajo semiesclavo, que se ignora, cuyo fin es que a nosotros nos lleguen cada día a menor precio un sinfín de objetos nuevos, o también  a los que sufren de verdad la injusticia, de la que es responsable en parte nuestra cortedad. Eso no supone estar todo el día preocupado o sufriendo por todo; solo supone ser conscientes de que nuestra ceguera, además de perjudicar a otros, no nos hace a nosotros más felices (y no creo que haga falta separar la fiesta, el consumo de drogas o las horas sin fin pegado a un móvil o a la televisión, esa supuesta alegría sin fin, de la felicidad, porque es evidente su diferencia).

Porque creo que la psicología tiene que estar comprometida con la liberación individual del sujeto, también en la medida que eso sirva para hacer que la sociedad sea más justa (no solo que se respeten las leyes, sin acordarse de la justicia). Porque, aunque todos queremos o necesitamos mantenernos en esta dinámica establecida por el sistema económico, trabajando más horas de las que serían saludables para nuestra salud y para la armonía de nuestras familias, hacerlo supone muchas veces una insatisfacción, un malestar que, antes o después, genera síntomas psicológicos, o somatizaciones, en nosotros. ¿Por qué, si no, son tan frecuentes los malestares generados por el estrés o la presencia tan desmedida de la ansiedad en nuestra sociedad? ¿O por qué son tan necesarios esos tapones al desacuerdo con nosotros mismos que son la droga, el sexo aparejado a la pura pulsión, sin que medie el amor, el juego sin moderación o el alcohol que acaba con todos los límites del sujeto, y que, todo ello, suele conducir a la pérdida del deseo y a la depresión? ¿O por qué necesitamos tanto aparecer ante los demás en internet, aunque sea haciendo la cosa más idiota o ilegal, que vean nuestras imágenes o sepan lo felices que somos ―no como ellos―?

Por eso, atender a aquello que en nosotros se escapa a la conciencia, a nuestro control a través de la voluntad, entender por qué sufrimos, sin precipitarnos a buscar la pastilla o técnica terapéutica que nos lo quite cuanto antes, es algo necesario para no convertirnos en autómatas que no pueden ver más allá de sus particulares males.

 
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